Al que ha encontrado a Dios… todas sus dudas están en la superficie, en lo hondo de su ser reina la paz. Lo duro, las contrariedades, se deslizan; en el centro de la vida perdura el conocimiento del ser y del amor de Dios. La entrega del que reposa en Dios es un olvido de sí. No le importa ni mucho ni poco cuál sea su situación, si escucha o no sus preces. Lo único importante es: Dios está presente. Dios es Dios. Ante este hecho calla su corazón y reposa.
Esta confianza es fruto de un magnánimo y humilde amor. Si Dios quita algo, aún con dolor, es Él y eso basta. Esto lo hace feliz y enciende todas las luces de su alma. No es un amor sentimental, es amor sencillo, simple, y que se da por sobre entendido. Es así porque no puede ser de otro modo.
En el alma de este repatriado hay dolor y felicidad al mismo tiempo. Dios es a la vez su paz y su inquietud. En El descansa, pero no puede permanecer un momento inmóvil. Tiene que descansar andando; tiene que guarecerse en la inquietud. Cada día se alza Dios ante él como un llamado, como un deber, como dicha próxima no alcanzada…
El que halla a Dios se siente buscado por Dios, como perseguido por El, y en El descansa como en un vasto y tibio mar. Ve ante sí un destino junto al cual las codilleras son como granos de arena. Esta búsqueda de Dios sólo es posible en esta vida, y esta vida sólo toma sentido por esa misma búsqueda. Dios aparece siempre y en todas partes, y en ningún lado se le halla. Lo oímos en las mugientes olas y sin embargo calla. En todas partes nos sale al encuentro y nunca podremos captarlo, pero un día cesará la búsqueda y será el definitivo encuentro. Cuando hemos hallado a Dios, todos los bienes de este mundo están hallados y poseídos.
¿Qué le dices al Señor antes de finalizar el día?
¿Qué te dice el Señor en este día que concluye?