En el evangelio de Lucas leemos lo siguiente:
Le dijo Pedro: “¡Hombre, no sé de qué hablas!”. Y en aquel momento, estando aun hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro… Y Pedro, saliendo, rompió a llorar amargamente.
Yo he tenido unas relaciones bastante buenas con el Señor. Le pedía cosas, conversaba con Él, cantaba sus alabanzas, le daba gracias…
Pero siempre tuve la incómoda sensación de que Él deseaba que le mirara a los ojos…, cosa que yo no hacía. Yo le hablaba, pero desviaba mi mirada cuando sentía que Él me estaba mirando.
Yo miraba siempre a otra parte. Y sabía por qué: tenía miedo. Pensaba que en sus ojos iba a encontrar una mirada de reproche por algún pecado del que no me hubiera arrepentido. Pensaba que en sus ojos iba a descubrir una exigencia; que había algo que Él deseaba de mí.
Al fin, un día, reuní el suficiente valor y miré. No había en sus ojos reproches ni exigencias. Sus ojos se limitaban a decir: “Te quiero”. Me quedé mirando fijamente durante largo tiempo. Y allí seguía el mismo mensaje: “Te quiero”.
Y, al igual que Pedro, salí y lloré.
¿Cómo te dejas encontrar por el Señor?