Señor, mira mi miseria. ¿A quién iría si no es a ti? ¿Cómo podría yo soportarme a mí mismo si no es en la convicción de que Tú me soportas, en la experiencia de que todavía eres bueno conmigo? Fíjate en mi miseria. Mira a tu siervo, el cobarde y terco, el superficial. Mira mi pobre corazón: te da sólo lo imprescindible, no quiere prodigarse en tu amor. Mira mis oraciones: te son presentadas con desgana y mal humor y mi corazón casi siempre se alegra cuando puede dejar de hablar contigo y pasar a otras ocupaciones. Contempla mi trabajo: mal que bien está forzado por la presión de lo cotidiano; raramente está hecho en el fiel amor a ti. Escucha mis palabras: escasamente son palabras del amor y la bondad generosa. Mira, ¡oh, Dios!: no ves a un gran pecador sino a uno pequeño. Hasta mis pecados son pequeños, ruines, monótonos. Mi voluntad y corazón, mi sentido y mi fuerza son mediocres en todas las dimensiones. Incluso en las malas obras. No obstante, Dios mío, cuando contemplo esto me siento profundamente horrorizado: ¿no es esto que digo de mí mismo precisamente lo característico de un tibio? ¿No has dicho Tú que prefieres a los fríos antes que a los tibios? ¿No es mi mediocridad un camuflaje tras el que se esconde lo peor, para no ser reconocido: un corazón egoísta y cobarde, un corazón perezoso e insensible a la magnanimidad y la anchura?
Karl Rahner SJ
¡Apiádate de mi pobre corazón, Tú que eres el Dios de la magnanimidad y del amor, de la bendita liberalidad! ¡A este pobre y seco corazón otórgale tu Espíritu Santo para que lo transforme!
¿Qué le dices al Señor, al finalizar el día?