“Lo que hasta aquí he dicho para despertar a quien dormiese, y correr más a quien se detuviese y parase en la vía, no ha de ser para que se tome ocasión de dar en el extremo contrario del indiscreto fervor. (…) A no tener esta moderación, el bien se convierte en mal y la virtud en vicio, y síguense muchos inconvenientes contrarios a la intención del que así camina.
El primero, que no puede servir a Dios a la larga; como suele no acabar el caballo muy fatigado en las primeras jornadas, antes suele ser menester que otros se ocupen en servirle a él.
El 2º., que no suele conservarse lo que así se gana con demasiado apresuramiento, porque [como dice la Escritura]: hacienda que muy aprisa se allega, disminuirse ha. Y no solo se disminuye, pero es causa de caer: quien el paso acelerado lleva, tropezará,; y si cae, tanto con más peligro, cuanto de más alto, no parando hasta el bajo de la escala.
El 3º., que no se curan de evitar el peligro de cargar mucho la barca; y es así que, aunque es cosa peligrosa llevarla vacía, porque andará fluctuando con tentaciones, más lo es cargarla tanto, que se hunda.
4º. Acaece que, por crucificar al hombre viejo, se crucifica el nuevo, no pudiendo por la flaqueza ejercitarse las virtudes. (…).
Sin éstos, hay aún otros inconvenientes, como es cargarse tanto de armas, que no pueden ayudarse dellas, como David de las de Saúl, y proveer de espuelas y no de freno a caballo de suyo impetuoso: en manera que en esta parte es necesaria la discreción, que modere los ejercicios virtuosos entre los dos extremos. (…) Y si os pareciere rara ave la discreción y difícil de haber, a lo menos suplidla con obediencia, cuyo consejo será cierto”.
San Ignacio de Loyola,
Carta a los Hermanos estudiantes del Colegio de Coimbra, 1547.