Vivimos tan acosados por la prisa, tan acelerados por nuestras ocupaciones, que demasiadas veces sólo estamos atentos al resultado último de las cosas, a su brillo final. Nos urge ver cuanto antes el rendimiento de nuestro esfuerzo; nos parece tiempo perdido lo que no es inmediatamente comprobable; nos impacienta la lentitud con que avanzan nuestros proyectos; nos cansa tener que estar siempre empezando en la tarea de corregir nuestros defectos y soportar los de los demás.
La vida se encarga de sosegarnos si nos dejamos enseñar por ella: las leyes secretas del crecimiento, la desproporción entre los largos períodos de aprendizaje y el resultado conseguido, la resistencia de la realidad a dejarse avasallar por nuestras urgencias, pueden convertirse en las agujas que van tejiendo pacientemente el proceso de nuestra maduración.
Pero es, sobre todo, en medio de la oscuridad de la noche de Belén donde podemos recibir la visión de un orden diferente y ser iluminados por su claridad. Hay un niño dormido sobre un pesebre; el mundo ha
¿Qué te dice el señor al terminar este día?