Es pues, necesario sentir de nuestras faltas un descontento tranquilo, reposado y firme… Nos castigamos mucho mejor a nosotros mismos con arrepentimientos tranquilos y constantes que con arrepentimientos agrios, apresurados y enojados; tanto más cuanto que estos arrepentimientos impetuosos no son conformes a la gravedad de nuestras faltas sino a nuestras inclinaciones. Por ejemplo, quien ama la castidad sentirá un despecho sin igual de amargo por la menor falta cometida contra ella y se reirá de una difamación grave que haya cometido. Al contrario, el que odia la difamación, se atormentará por una leve murmuración y no tomará en cuenta para nada una falta gruesa contra la castidad, y así de las demás faltas. La única causa de esto es que juzgan su conciencia, no con la razón, sino con pasión.
Créame usted…, con las reprensiones de un padre, hechas suave y cordialmente, tienen mucho más poder en un niño para corregirlo que las cóleras y enojos, así también cuando nuestro corazón haya cometido alguna falta, si lo reprendemos con reproches dulces y tranquilos, con más compasión de él que pasión contra él, animándolo a la enmienda, el arrepentimiento despechado, irritado y tormentoso…
Levante, pues, usted su corazón cuando caiga, despacito, humillándose mucho ante Dios por el conocimiento de su miseria, sin extrañarse nada de su caída, pues no es nada extraño que la enfermedad esté enferma, y la debilidad débil, y la miseria ruin. Con todo, deteste con todas sus fuerzas la ofensa que Dios recibió por usted y, con gran ánimo y confianza en su misericordia, reemprenda la marcha de la virtud que usted había abandonado.
San Francisco de Sales.
¿Qué te dice el Señor esta noche? ¿a qué te invita?