El conocimiento de uno mismo es uno de los frutos más ricos de la experiencia prolongada de la soledad y el silencio. Por ejemplo, los monjes del desierto, instalados en la “profunda soledad”, que es el núcleo personal, superan los prejuicios y las insinceridades es una labor catártica (de purificación) constante. Este drama tuvo lugar en aquellos tiempos en el desierto físico, y ahora y siempre, en el desierto de una actitud. Por ellos es conveniente considerar lo que es el desierto como lugar y como desencadenante de la lucha con el mal que es la lucha por el bien.
En primer término, el desierto es un lugar físico cuyas notas más importantes son su carácter agreste, solitario y silencioso. El desierto siempre ha sido un símbolo profundo para el corazón humano. En él resuena como en pocos sitios la invitación a sentirse criatura y a ponerse ante lo absoluto.
Por una parte, el desierto es el punto donde Dios se manifiesta. Y esto por dos motivos: porque se está lejos de todas las distracciones y porque en el desierto se toca, palpa y ve la gran presencia. Pero, precisamente por ello, el desierto es también lugar de demonios, de los malos, de los males. Y es que el desierto es situación límite que presenta la ambivalencia del bien y del mal. Nos pone el desierto e el borde de la trascendencia. Así comprendemos que toda situación límite de nuestra vida, tomada en serio es un desierto, una actitud de desierto. Es una coyuntura propicia para el comercio con el absoluto.
¿Te viene bien un poco de desierto? ¿Por qué?
¿Qué te dice el Señor en este día que concluye?