Una de las causas del actual apartamiento de muchos del sacramento de la penitencia puede que esté en que lo hemos considerado principalmente bajo su aspecto sicológico y moral: el de conocernos y progresar. Es preciso ir más allá del deseo de purificación y de la buena conciencia. Lo que perdona el pecado es el amor, que es su contrario.
Mientras yo viva en Cristo, vivo en el amor. Mis deseos, mis pensamientos, mis acciones me brotan de él: «Ya no soy yo quien vivo, sino Cristo vive en mí.» Mientras voy creciendo en él, mi mismo pecado -si alguno se cree sin pecado deja a Jesús por embustero (1 Jn l, 10), una vez que lo reconozco, ya no me pertenece a mí. Pertenece a aquel que es «víctima de propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (l Jn 2, 2). El está clavado en la cruz, como también el documento que me condena (Ef 2, Col 2). Aunque esté tan cargado de pecados como la pecadora del convite de Simón, mis pecados me son perdonados «porque he mostrado mucho amor. Simón, que se tiene por justo y juzga a los demás, no recibe el perdón, porque «muestra poco amor» (Lc 7.47-48).
Como cuando dos personas se aman y viven lejos una de otra sienten necesidad de manifestarse mediante signos y no solamente con el espíritu, el amor que se tienen, así el cristiano que vive en el amor de Cristo siente la necesidad de manifestar mediante signos su perpetua pertenencia a él.
¿cómo valoras el sacramento de la reconciliación?
¿te has confesado, por qué?