En Jesús compite su denuncia del pecado con una inagotable misericordia para con el pecador. Jesús escandaliza perdonando el pecado de la adúltera, conversando con la samaritana, sanando y perdonando a tullidos y posesos, haciendo caso omiso de las impurezas legales, sentándose a la mesa de los pecadores. Jesús define al Padre y a sí mismo por su corazón abierto al perdón en la parábola del hijo pródigo, en el ciclo del buen pastor. Con su vida toda y en su muerte confirmará cuanto ha predicado. Acabará llamando amigo a quien le entrega y pidiendo perdón para quienes lo crucifican.
Más aún que sus palabras, es la vida de Cristo la que lanza la revolución del amor: samaritanos, gentiles de Canaán, Tiro o Sidón, funcionarios de la ocupación, publicanos, prostitutas, leprosos, todos caben en su corazón.
El hombre necesita ánimo, necesita esperanza, pero aquella esperanza que tiene como legítimos progenitores la humildad y la fe: la humildad que reconoce la propia impotencia, el “non ego” de San Pablo; y la fe, oscura y magnánima al mismo tiempo, en la omnipotencia de Dios: “todo lo puedo en aquel que me conforta.
Esa parte que le toca hacer a Dios en la vida del mundo y en la vida personal de cada uno de nosotros es la base granítica de la esperanza de Ignacio y debe serlo también de nuestra esperanza. Nuestra fragilidad natural no puede impedir el funcionamiento y el desarrollo del plan divino.
P. Pedro Arrupe SJ.