Sabemos ya, por lo que hemos ido recordando estos días que la oración es un trato de amistad, una relación de amor, donde el protagonista es Dios. La gran experiencia de la oración es el amor que Dios nos tiene, y no tanto el pobre amor que nosotros ponemos, en coherencia con la identidad del cristianismo, según la cual es Dios el que nos amó primero, nos busca y nos llama, y este amor es para siempre, incondicional y nos acepta tal cual somos.
Esta característica de la amistad de Dios es la esencia de la oración. Orar es dejarse amar por Dios, creer en su amistad incondicional. El primer efecto de la oración no es tanto lo que nosotros entregamos, o descubrimos, o experimentamos; el primer efecto de la oración es lo que Dios hace en nosotros en el transcurso de ella. En la oración Dios ama; Dios nos “trabaja” y transforma lentamente, pues la amistad de Dios es siempre transformante y liberadora. De ahí que la eficacia profunda de la oración sea siempre mayor que la experiencia sentida que tenemos de ella. Esta suele ser a menudo frustrante, distraída o árida. Pero, así y todo, siempre es un encuentro con la amistad eficaz de Dios; el fervor o la aridez son dos modos de experimentar esta amistad, y éstos van y vienen según la forma en que Dios nos trabaja para que crezcamos en ella.
¿Qué le dices al Señor, antes de terminar el día?