Deja un momento tus preocupaciones habituales, hombre insignificante. Entra un instante en ti mismo, apartándote del tumulto de tus pensamientos. Arroja lejos de ti las preocupaciones agobiantes y aparta de ti las inquietudes que te oprimen. Reposa en Dios un momento, descansa siquiera un momento en él.
Entra en lo más profundo de tu alma, aparta de ti todo, excepto Dios y lo que puede ayudarte a alcanzarlo; cierra la puerta de tu habitación y búscalo en el silencio. Di con todas tus fuerzas, di al Señor: Busco tu rostro; Señor, busco tu rostro.
Y ahora, Señor y Dios mío, enséñame dónde y cómo tengo que buscarte, dónde y cómo te encontraré.
Si no estás en mí, Señor, si estás ausente, ¿dónde te buscaré? Si estás en todas partes, ¿por qué no te veo aquí presente? Es cierto que tú habitas una luz inaccesible, pero, ¿dónde está esa luz que no se extingue? ¿Cómo me aproximaré a ella? ¿Quién me guiará y me introducirá en esa luz para que en ella te contemple? ¿Bajo qué signos, bajo qué aspectos te buscaré? Nunca te he visto, Señor y Dios mío, no conozco tu rostro.
¿Qué le dices al Señor al finalizar este día?